¿Quién era Fifo? ¿Qué sabemos de él más allá de que lo que dicen los datos del registro civil o de lo que no dicen: que regentaba el bar Sama en Lugones (Asturias), que debía su sobrenombre a un lejano parecido con un jugador de baloncesto del Real Madrid (Clifford Luyk) o que murió solo después de que sus vecinos alertaran que las persianas de su establecimiento estaban a medio subir o a medio bajar? ¿Qué alcanzamos a saber de quienes ya no están y dejan tras de sí un montón de fotos recopiladas a lo largo de su vida? Aparece en sus imágenes, en mitad de un mar de interrogantes sobre su existencia y, por dramática oposición, la nuestra -la de quienes miramos sus papeles agrupados en una caja metálica y destinados al olvido-, un feliz retrato de época. Pero sobre todo hay una alegría que desprende su figura cómica e histriónica, que vibra en una existencia lúdica y gozosa que consigue llegar a nosotros y que parece marcar distancia con cualquier inminente tragedia.